“Hierve”, una de esas joyas que encuentras en Filmin, lo tiene todo para acomodar mis retinas frente a ella: de un lado, al magnífico Stephen Graham (del que me enamoré perdidamente en series como “Condena” o “Sangre helada”, sin olvidar su maravilloso personaje en “Snatch”). Un actorazo al que parece haberle llegado el momento de saltar al campo como titular. De otro, un ecosistema gastronómico por donde desfilan muchos de los típicos tópicos o tópicos típicos del mundo de la cocina y su clientela.
“Boiling point“, la #gilicrónica.
Dos mundos que conviven a lo largo de hora y media con la cámara al hombro. Un plano secuencia que no deja ni un solo rincón por cocinar.
Como entrante se nos sirve la visita de un inspector de sanidad. El encargado de encender el fuego y comenzar a calentar un servicio que, en demasiados aspectos, podría ser el calco de un menú diario cualquiera, dejando claro a todos esos insensatos que creen que montar un restaurante lo hace cualquiera son eso, unos inconscientes (por ser suave que es Año Nuevo).
En sala nos encontramos con una más que perfecta representación de lo que se encuentran los valientes camareros a diario. Un reflejo de lo que nos rodea. Un payaso forrado que cree tener derecho a todo por tener la billetera a rebosar. Un grupo de amigas escandalosas que van al restaurante más a pasarlo bien y rellenar sus niveles de etanol que a disfrutar de una buena comanda. Tres ejemplares de esa nueva raza que camina entre negocios hace años, los instagramers, de ego interminable bajo el manto de un puñado de likes. Un poder al que muchos siguen contribuyendo (habría que preguntarles realmente la rentabilidad de tal sumisión). También encontramos una pareja que elige su restaurante favorito para un momento muy especial, pero terminan siendo víctimas del desastre organizativo que se nos sirve. ¡Bien podría haber sido un episodio de Pesadilla en la cocina! Y, por último, ese colega de profesión que sabe perfectamente la tensión que se respira en cualquier servicio y que decide aprovecharse de ella para rasgar el mandil de una supuesta amistad entre compañeros de gremio. Sí, de estos también los hay, y los que lucháis a diario entre fogones, lo sabéis. Tal vez lo único que no cuadre en este óleo de lamentable realidad sea la figura de la crítica gastronómica que, por primera vez en las mentes de muchos, parece llegar para únicamente disfrutar y apaciguar la podredumbre que atesora su compañero de mesa.
Tampoco se libra de estereotipos el personal contratado. El barman que está más a lo que vendrá después. La camarera por necesidad más que por vocación. La falta de formación y conocimiento. Esa dificultad REAL de encontrar el equilibrio entre encontrar un buen equipo dispuesto y el tiempo necesario para molestarse en formarlo y disciplinarlo para que funcione como el montaje de muebles suecos. El hastío final inevitable de pasar esas horas lo más rápido posible cuando hay demasiados huecos que rellenar.
Con dicha clientela ya acomodada, comienza el servicio. Es costumbre olvidar que, detrás de esa profesión que tanto nos alegra y facilita la vida, hay PERSONAS. Con sus miserias y cargas emocionales. Esas que, para cualquiera, es muy difícil dejar en la puerta pero que, para los que trabajan cara al jeta, no les queda otra. Nuestro protagonista y su equipo no iban a ser menos. Andy Jones, el chef, navega continuamente entre esa fina línea que separa la necesidad de mantener la cordura de liarte a sartenazos. Jefes de partida con descontento y desquicie acumulado. Profesionales que quieren hacer las cosas bien pero se encuentran con demasiadas hostias de ineficacia voluntaria. Ayudantes de cocina que se niegan a salir de sus quince centímetros cuadrados de función para entrar en otra jurisdicción. Dejadez de funciones que retrasan la máquina antes si quiera de arrancar. Ilusiones y pasiones erosionadas que terminan por emplatarse. El desastre al que puedes fácilmente llegar sin una comunicación excelsa entre las distintas patas de una mesa. Lo quimérico de confiar plenamente en alguien.
Una olla a presión donde el caldo de cultivo va cogiendo temperatura a la velocidad habitual en un servicio completo, pero a alguien se le olvida cerrar herméticamente la tapa. Lo que mal empieza, mal suele acabar, y la cocina no es una excepción.
Muchos dirán que es una visión exagerada. Otros tantos que incluso queda corta. Una fusión entre ambas miradas es el lienzo perfecto que contemplar. Personalmente he vivido y conozco situaciones más que parecidas a lo que Philip Barantini nos sirve en esta película. Afortunadamente sé de otras tantas en que la profesionalidad es marca de la casa, pero no por ello deja de existir lo que dirige el británico. No olvidemos que hablamos de humanoides.
Hora y media perfecta para todo aquel que piense que este trabajo lo hace cualquiera.
92 minutos para que todos nos miremos el ombligo, dependiendo del lado de la barra donde nos encontremos.
@disparatedeJavi