Aquí os dejo el relato gastronómico completo que ha obtenido el 2º puesto en el I Concurso organizado por una de las publicaciones referencia desde 2008 y recientemente premiada con el “Mejor medio de comunicación” en los Premios Gourmet 2020/2021: Con mucha gula.
Insípido.
Con su retina fijada en aquellas paredes blancas mancilladas por alguna que otra mancha de aceite fosilizada y dándole vueltas con la cuchara a una fabada de lata, se preguntaba cómo había llegado a eso. ¿Dónde había quedado aquel tiempo de empujones, codazos de barra, habla estruendosa y un olor inexpugnablemente pegado a su ropa? ¿Cómo pasó de aquellos ratos de barrio y amigos a manteles brillantes, cubiertos oníricos, sabores imposibles y aromas amorosamente invasores de un único comensal? El olor, el sabor a fama. Perdido.
Imágenes fraternales, sonrisas, cañas excepcionalmente tiradas, pinchos de cromáticos olores y bello como escarpias de sherpa al saborear platos de aquí y allá. De disfrutar con la cremosidad de una croqueta de la esquina a examinarla con bisturí egocéntrico en vajilla preciosista. Aquella sonrisa que solo el que ha degustado recetas dignas de deidades sabe dibujar en sus carrillos. Hasta aquel trozo de chorizo enlatado parecía mirarle con más sorna que pena.
Halagos y bienvenidas en cualquier umbral que cruzase. Ser admirado, respetado, temido y odiado antes de darle al teclado en su maltrecho pero funcional portátil. Una mezcla en proporción exacta y necesaria para su manuscrito umami a publicar cada domingo.
Sentarse en su terraza favorita, volver a leerla mientras tomaba su desayuno festivo e imaginar mandíbulas apretadas de cocineros, inversores y equipos de sala era, posiblemente, el único placer que le hacía sentir vivo. ¿Cuándo recibiría el primer tweet de uno de sus últimos ofendidos? ¿Sería educado? ¿Agresivo? ¿Crearía tendencia?
Todo aquello se había esfumado. Maldito aquel día que, como ser que cree reposar por encima de aceite y vinagre, no tomó en serio lo que las alertas de su terminal decían. Una postura negacionista similar a la que tomaba cuando el joven cocinero de turno le explicaba las sensaciones que le habían llevado a crear un plato nuevo con estos o aquellos ingredientes. La creación hay que dejarla en manos de maestros que peinen canas, pensaba. El talento solo nace en unos pocos elegidos, aquellos que mantenía en su círculo de publicado temor. Esos que durante años le habían invitado a sus cocinas, mesas y obradores cada vez que el menú cambiaba. Ávidos de ver cualquier expresión facial que indicara un objetivo conseguido.
¡Cómo disfrutaba viendo tics y pestañeos nerviosos desde aquellos fogones acristalados! El vidrio parecía congelarse en el justo momento de meter la cuchara o tenedor en su ansiosa boca. Gotas de sangre deslizándose por la frente del chef de turno al contemplar la escena. Ese aura de profeta culinario que le rodeaba mientras masticaba, paladeaba y respiraba justo antes de alzar la vista del plato. Nunca sonreía. Sonreír sería mostrar debilidad, complacencia. Las propinas siempre se dejan al final, nunca durante. El resultado en prensa dominical. Nunca fue demasiado valiente.
Dejar la mesa con el último golpe de servilleta en sus comisuras, ajustarse la altura del pantalón y desfilar hasta la puerta bajo la atenta e inquisidora mirada del personal, un camino triunfal solo a la altura de los predilectos como él. Aquellos que habían sido bendecidos con el leal saber y entender la cocina, sus secretos, formas, texturas. Unos pocos. Muy pocos. Escasos escribas con el poder suficiente para jugar con las vidas de otros a golpe de tecla.
Asistir a cónclaves internacionales a gastos y comandas pagadas para recibir achuchones de ilustres druidas de la cocina internacional. Aquellos que tenía demasiado lejos para criticar pero muy cerca de tuitear con crema pastelera espesa y pegajosa ampliando su red de ignorantes followers.
Todo aquello parecía haberse esfumado tras unas siglas que parecían las usadas por cualquier bloguero de pacotilla al compartir sus manidas recetas. ¡Qué harto estaba de esos personajes! ¡Ninguno sabía cocinar! ¡Maldito el día en que dejó de lado por un ínfimo momento su guasona mascarilla y abrazó y besó a todo el equipo de aquel centenario restaurante donde siempre hacían la vista gruesa con sus estupideces! Creyó sentirse realmente querido y buscó ese cariño en forma de postural fotografía.
Confinado, apartado, desesperado, asintomáticamente diluido. Aquellas puertas que se abrían jubilosamente a la llegada del emperador redactor ahora eran muros de hormigón impenetrables, prohibidas.
Sin olor. Sin sabor. Sin siquiera saber cocinar. Nunca se había preocupado de oficiar, solo teorizar y estudiar como mandaban los cánones desclasificados. Conocía los procesos, las técnicas. No necesitaba la práctica para esculpir sus continuas obras de arte manuscritas. El conocimiento especulativo era la base de cualquier opinión. Y él lo sabía todo.
Todo excepto cuándo volverían aquellas funciones sensitivas que tanto necesitaba para sobrevivir y sentenciar. Cuándo dejaría de ser un paria gastronómico y volvería a sentarse en las mesas estrelladas a golpe de viscoso talonario. Cuándo podría llamar a su jefe de redacción y gritarle que de nuevo sabía distinguir un boquerón de una anchoa. Que ya estaba listo y armado para fijar los pilares y tendencias a seguir. Que aquel zafio becario que le sustituía en su columna y homenaje semanal debía volver a las letrinas de la creación literaria.
Una incertidumbre que le dispersaba como mantequilla en demasiado pan. Que perturbaba sus sueños más taninos como salsa cortada por exceso de grasa. Como no saber el punto exacto de una tortilla, ése que distancia una obra de arte de una sólida argamasa de fracaso.
Una indiscreta lágrima surcaba sus ahora humildes facciones hasta caer en aquel guiso infame que se enfriaba ante su desesperación. Sollozaba suplicando recuperar nariz y paladar. Imploraba a un dios en el que nunca creyó que le devolviera a su estatus honorífico forjado a base de puñaladas y cortes profundos en amor propio ajeno por una profesión, arte y oficio.
Su vida no sabía a nada. Su poder se tambaleaba pendiente de unos efectos secundarios impensables para alguien como él. Su burbuja había estallado y nadie había acudido a auxiliarlo.
Masticó y tragó aquel sucedáneo recalentado. Apuró su vaso de agua mirando de reojo aquella botella de vino que su bodeguero de confianza le había regalado semanas atrás esperando el momento de descorcharla y brindar, solo, por su vuelta a la mesa inquisitorial. Hasta ese momento seguiría dando tumbos de vanidad entre sus conservas fiel reflejo de una decadencia poéticamente justiciera. Tan insípido como su corazón.
Tal vez él era el virus.
@disparatedejavi