El sábado pude tachar (más bien añadir a mi cuaderno de favoritos gastronómicos de Murcia) de la lista un sitio que tenía grabado a cayena en el cerebro desde hace mucho, mucho tiempo. Llegaba con un equilibrio perfecto entre ansia y expectativas. La niña guindilla me regaló justo lo que esperaba. Aquí, la #gilicrónica.
Adoro esos lugares en los que, al cruzar su puerta, entras en un microuniverso radicalmente distinto a la realidad urbanita que te rodea. Sentarme en esas mesas pequeñas preparadas especialmente para el goce mental antes de la comanda. Viajar sin moverme de la silla. Olvidar por completo donde resides y dejarte llevar por el maravilloso hacer de estos oasis placenteros.
Y así fue. Un menú deliciosamente equilibrado y repleto de matices divertidos, sabrosos y trabajados. Comenzamos con el pastel de calabaza totanera y violín, vainilla y queso ahumado. Un bocado sutil que ya me hacía una idea de lo que me podía esperar en adelante y en el que, cuando conjugabas todos sus ingredientes, resultaba tan delicado como suavemente hechizante. Primera sonrisa. Perenne.
Las sardinas tempurizadas, pimentón y cebolla tierna fue el siguiente plato. Para comer sin cesar. Un armonioso baile en el paladar. Podría haber devorado cuatro más antes de, para mi, la estrella de esta comanda: panceta de chato murciano, boniato en texturas y pimienta negra. Esa carne confitada es de lo mejorcito que he catado últimamente. Tierna y jugosa en su justa medida. Una elaboración de las que sabes debe perdurar en carta durante largo tiempo. Excelsa, vaya.
El pescado del día fue bacalao (con purrusalda asiática de alcachofas, ajo negro y piparras). Los que me seguís desde hace tiempo sabéis que el bacalao no es que sea una de mis debilidades, todo lo contrario, pero cuando alguien me hace disfrutarlo como este, tiene mis bendiciones infinitas. Tal vez me faltó algo más de integración del resto de ingredientes, pero es lo que tiene la contundencia de este pescado, siempre con un afán protagonista que le hace muy complicado jugar en equipo.
Llegábamos al final y no queríamos. Queríamos más y más. Las gyozas de conejo y pollo campero en escabeche con setas nos regalaron otro auténtico momentazo de sabor. Aquí sí que estaba todo ligado a la perfección. Nada sobraba, nada faltaba. Sólo volver para disfrutar. Regresar sabiendo el gran ratico que te espera.
Un pequeño e inolvidable trayecto para alma y estómago que terminaba con un helado artesano de leche, higos, espuma de chocolate blanco infusionado y galleta. Un magnífico postre de los que te dejan grabado el recuerdo de una experiencia que, seguro, repetirás. Una vez más, una mezcla de sabores y buen hacer con el que casi se nos escapa una lagrimilla sabiendo que lo próximo que haríamos sería pagar la cuenta y cruzar el umbral de esta pequeña cápsula atemporal, de vuelta a la realidad, pero con un cosquilleo que pocos lugares me producen.
Muchos habréis disfrutado de La niña guindilla. Yo, al fin. Los que tengáis pendiente aún este magnífico refugio de sabor y encanto, no tardéis en daros el gustazo. ¡Ea!
Gilicrónicas, las auténticas.
(Todas las fotos, aquí).
@disparatedeJavi